Una Promesa Rota. [The-Arlequin]

Volví a dejar el vaso en la mesa y lo miré mientras se deshacía de sus plumajes. Observando con detenimiento cada detalle de las plumas. Lo vi andando hacia la puerta, suponiendo lo que iba a hacer.
– No.. espera.. que haces?– Me levanté al ver que abría la puerta y le seguí– No.. oye, vuelve...
Lo miré un rato mientras estaba bajo la lluvia, con la cabeza mirando arriba e hice una pequeña sonrisa. Él no había cambiado demasiado a pesar de los años. Seguía siendo el mismo que antes, solo que con más experiencias y años, aunque se comportaba como el niño que era. Sin pensar me acerqué a él, y las gotas empezaron a mojar mis ropas y mi cabello. Al llegar a su altura ya estaba completamente empapada, pero no me importó.
Miré también hacia arriba y cerré los ojos, dejando que el agua rodara por mis párpados y mejillas.

Sus palabras hicieron el efecto de interruptor, como si hubieran desactivado un hechizo que me dominaba desde hacía tiempo, y de mis ojos cerrados empezaron a brotar lágrimas calientes que se unían al torrente de agua que caía por mi cara.

Hacía doce años que no lloraba.

El día en que mis padres murieron, ese día, fui incapaz de llorar. Las lágrimas se secaron en mi, y mi voz murió con ellas, dejándome muda y perdida. ¿Por qué no fui entonces en busca de Hoffen? Entonces mi mente estaba desconcertada, era incapaz de pensar en algo coherente, y de lo único que fui capaz fue vagar sin rumbo por la ciudad. Si le hubiera buscado seguro que no me habrían secuestrado, y mi vida habría sido completamente diferente. Desde ese momento, fui incapaz de volver a llorar. Ni siquiera con las pesadillas que siguieron a mi rescate de los contrabandistas, ni por todas las penurias por las que tuve que pasar, conseguí derramar una sola lágrima. ¿Por qué ahora, entonces?

Intenté apartar esas ideas de mis pensamientos, buscando el modo de parar de llorar, pero una vez hube empezado, ya no pude parar a voluntad. Después de doce años esas lágrimas se sentían extrañas, pero muy cálidas.
Bajé la cabeza, aún con los ojos cerrados, y mis cabellos taparon mi rostro. Me tapé la boca con la mano, intentando no hacer ningún ruido, y seguí llorando en silencio, mientras mis hombros temblaban ligeramente.

Apoyé mi cabeza en su hombro, al abrazarme, seguía sin poder controlar mi respiración ni hacer que mis lágrimas pararan. Ese no era en absoluto mi comportamiento habitual. ¿Que me estaba pasando ese día?

Después de las malas experiencias con los secuestradores, no permitía que nadie me tocara, mucho menos de aquel modo... pero sin embargo no me importó su abrazo. Me sentí como en casa, y me pareció muy cálido, a pesar del agua fría y del viento que nos golpeaba.
Conseguí calmarme al cabo de unos minutos, y respiré hondo, tratando de poder controlar mi voz para poder hablar.

–No te lamentes. Me has encontrado, y eso ya es suficiente para mi....– Aún a pesar de mis esfuerzos, la voz me salía temblorosa, y era casi un murmullo.
Me aparté otra vez de él, volviendo a encerrarme en mi jaula de hielo, tomando distancia prudencial entre los dos. Poco a poco volvía a sentirme yo misma, y eso me daba seguridad.

–Vamos a dentro... o nos resfriaremos de verdad...
Me giré y fui andando otra vez hacia la casa, pensando en como hacer para no dejarlo todo perdido, como escudo de los demás pensamientos que venían a mi miente.

Me detuve ante la puerta, antes de entrar, escuchando el cambio de tono en su voz, y dudé sobre qué decir, pero al final tan solo asentí con la cabeza.

–Como quieras...

Me interné en la casa, y me quité las zapatillas completamente inundadas. De puntillas andé hacia el baño, y me quité como pude las ropas mojadas. Luego me sequé con una toalla y me vestí con un kimono que usaba cuando quería estar cómoda, una especie de yukata algo más grueso.
Me desaté la trenza para que mis cabellos se secaran y los peiné un poco con el cepillo, ordenándolos para que no se secaran en mala forma. Me miré en el espejo un momento, observando mis ojos, que estaban algo enrojecidos, lo que no solía pasarme.

Luego busqué en un armario entre mis cosas y conseguí encontrar un yukata parecido al mío, solo que más grande, y también tomé una toalla y otro par de zapatillas.
Una vez hecho esto, regresé a la sala y me senté en el suelo, dejándo lo que había traído conmigo a mi lado, y esperé a que Hoffen volviera a entrar.

Mi interior seguía revuelto, como si hubiera una tormenta dentro de mi, por lo que intenté serenarme e hice ejercicios de respiración. Con las piernas cruzadas cerré los ojos e intenté acompasar las aspiraciones y expiraciones que de mi salían, contando los segundos entre una y otra, concentrándome únicamente en eso. Al poco rato entré al estado de concentración que buscaba, y empecé a ver lo que había sucedido de manera objetiva. Meditar me ayudó a pasar el tiempo y a calmar mi espíritu, y cuando volví a abrir los ojos me sentía otra vez yo misma.
–No puedo hacerte limpiar... eres mi invitado después de todo.
Me levanté de nuevo y le tendí las ropas que había tomado para él.
–Toma, ponte esto. Con las ropas secas estarás más cómodo. Ahí al final del pasillo hay un baño. Tómate tu tiempo. – Miré la túnica que llevaba bajo el brazo, que iba goteando en el suelo y se la quité. –Dame, yo me encargaré de eso...

Miré algo sorprendida las herramientas que cayeron al suelo. Empecé a decir algo, pero él ya se había ido a refugiarse en el baño. Por un momento dejé a un lado las ropas y me agaché para ver mejor aquellos objetos. Las mellas y muescas que tenía el material mostraban un uso continuado de aquellos trastos. No era la primera vez que veía útiles semejantes, pero esta vez no era como las otras. Recogí del suelo las herramientas una por una, y las dejé en la mesa, examinándolas una por una cuidadosamente, intentando adivinar para qué podría servir cada una.
Luego fui a otra habitación donde tenía los armarios y un pequeño colgador. Ahí dejé su ropa, junto a la mía, y la tendí lisa, para evitar las arrugas. Después, con un trapo y un cubo fui secando las pisadas que habíamos dejado entre los dos en el suelo. Guardé todo eso y volví a sentarme, mirando hacia la ventana viendo la lluvia que todavía caía.
Finalmente salió del baño y lo miré.
–De nada... me alegro de que te vaya... a mi me va algo grande, pero supongo que a ti te vendrá bien.
Pese a ser mujer, no solía llevar ropas demasiado femeninas, por lo que aquellas ropas no se veían extrañas en él.

Reí levemente por su comentario. Sirvió para romper el hielo y distender el ambiente, y me senté más cómodamente en el asiento.

-No pareces una chica...– En el pasado me hubiera reído de él, y lo habría llamado niña, igual que se metía constantemente conmigo y mis ropas. Por eso me sorprendió su comentario.

–Gracias...– Noté que me ruboricé un poco. Con mis ropas no pretendía estar linda. Sólo cómoda y a gusto, que no me entorpecieran los movimientos. Nunca me preocupaba por si estaba linda o no.

–Pronto será hora de comer... qué te apetece? Puedo preparar curry si quieres.

Sonreí levemente y me levanté.
-Será curry entonces...–Asentí con la cabeza– No tienes que darme las gracias, no es la primera vez que te alimento... Sígueme – me dirigí a la cocina, esperando que me siguiera, y le tendí una cebolla y un ajo, junto con un cuchillo.
–Pélalos y pícalos.– Le ordené, mientras sacaba el arroz y lo echaba en un cazo con agua.
Mis dotes culinarias no eran nada del otro mundo. Sólo sabía hacer platos sencillos y cómodos de cocinar, que no supusieran mucho tiempo en la cocina. Aún así me desenvolvía suficientemente bien.

Me concentré en degustar el plato de curry, que me había quedado algo más picante de lo normal, pero seguí comiendo como si nada, pensando en muchas cosas y a la vez en nada. Tan solo se oía el sonido de los cubiertos rozando la superficie de los platos y a veces eso hacía que me olvidara de que tenía compañía, aunque el eco me reconfortaba a la vez.
Seguía habiendo un montón de cosas que quería decir, pero no encontraba las palabras. Habían pasado demasiados años como para contarlos en una tarde y a la vez se había creado un abismo entre aquellos dos niños que jugaban juntos de pequeños, que no podía salvarse en poco tiempo.